¿Podría suceder lo mismo en Roma? Me lo pregunté en Estambul mientras contemplaba el interior de Hagia Sophia, la magnífica basílica construida por Constantino en el 360. Por muchos siglos constituyó algo similar a la Basílica de San Pedro en preeminencia y esplendor. Pero en 1453 los musulmanes conquistaron la ciudad y convirtieron el templo en mezquita, destruyendo sus preciosos mosaicos e invaluables tesoros artísticos.
Algunos analistas, entre ellos Mark Steyn en “America Alone” han suministrado estadísticas que sugieren la posibilidad de que en mero siglo XXI Europa viva episodios parecidos. Mas no por las armas sino por la demografía. El argumento es escalofriantemente simple: para que la población de un país no descienda sus mujeres deben tener un promedio de 2.1 hijos. En España y Grecia tienen 1.3. En Alemania y Austria 1.4.
Para visualizar las consecuencias imaginemos 12 personas formando seis parejas. A una tasa de 1.3 significa que tendrán ocho hijos —posiblemente cuatro parejas tengan uno y dos tengan dos—. Si estos ocho forman cuatro nuevas parejas y mantienen la misma tasa de nacimientos, engendrarán tres hijos. La tercera generación tendrá entonces ¡cuatro veces menos personas que la primera!
Está pasando: en 1970 Italia tenía 4.6 millones de menores, en 2004 solo 2.6. Para el 2050 el 60 por ciento de los españoles e italianos no tendrán hermanos, hermanas, primos, ni tías ni tíos. En Alemania el 30 por ciento de sus mujeres no tienen hijos, proporción que sube a 40 entre las graduadas universitarias. Cada vez más los europeos no quieren tener hijos.
El problema es que en el seno de estos países hay una minoría que sí quiere tener hijos y va hacia arriba: los musulmanes, con tasas de nacimientos de cuatro a seis por mujer. No sorprenda entonces que la población musulmana de Rotterdam sea hoy el 40 por ciento. Ni que el nombre de niño más repetido en los registros de nacimientos de Bélgica y Ámsterdam sea Mohamed, al igual que sea el quinto más popular en Inglaterra.
Es cierto que en Francia los musulmanes constituyen —por ahora— un poco más del 10 por ciento de su población, pero representan el 30 por ciento de los menores de veinte años y, en algunas ciudades, el 45 por ciento.
Tener inmigrantes no es malo. Lo complicado de este caso es que a diferencia de los hispanos en Norteamérica, que se asimilan o americanizan pues comparten aspectos importantes del legado cristiano, una buena proporción de los musulmanes no solo son reacios a integrarse o ajustarse a las normas del país anfitrión, sino que demandan que sea este quien se ajuste al Sharia o ley islámica. La razón es religiosa: el Islam es una religión profundamente intolerante y agresiva. “Los infieles”, los no mahometanos, deben ser sometidos por las buenas o las malas.
Evidentemente no todos los musulmanes son radicales. ¿Serán el uno por ciento? Una encuesta detectó que del millón de ellos afincados en Londres, 7 por ciento justificó los ataques a las Torres Gemelas del 9-11. En otra, un 20 por ciento expresó simpatías por los que volaron varios buses cargados de civiles. Entre estos 200,000 quizás no sea muy difícil encontrar a veinte dispuestos a inmolarse por Alá, matando inocentes.
De aquí lo grave del problema planteado por los centenares de miles de habitantes de África y Medio Oriente que pujan por asilarse en Europa. Viktor Orban, primer ministro húngaro, fue acusado de falto de compasión y discriminador tras anunciar que solo aceptaría como refugiados a cristianos perseguidos por ISIS. El respondió que los musulmanes son una amenaza para Europa y que su primera compasión es para sus conciudadanos. ¿Quién tiene razón?
El autor es sociólogo y fue ministro de educación.
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