Gobernantes y gobernados somos igualmente responsables de las injusticias que en el orden político, económico y social se cometen. La responsabilidad colectiva es mayor cuando lo que enfrentamos es un régimen que día a día toma los rasgos de una tiranía. Étienne de La Boétie, en su famoso Discurso sobre la servidumbre voluntaria , decía que son los propios pueblos los que se dejan encadenar: “Es el pueblo el que se somete y se degüella a sí mismo; el que, teniendo la posibilidad de elegir entre ser siervo o libre, rechaza la libertad y elige el yugo; el que consiente su mal, o, peor aún, lo persigue”. Y advertía que el sometimiento de un pueblo a un solo hombre no se debía a cobardía, porque la cobardía no llegaba tan bajo, preguntándose a renglón seguido: “¿Qué vicio monstruoso entonces es este que no merece siquiera ser llamado cobardía, un vicio para el que no podemos encontrar una palabra suficientemente vil?” Y a la mente del gran amigo de Montaigne acudían palabras como desdén, desprecio, indiferencia.
Las tiranías se sostienen en un reducido grupo de bribones y una gran masa de indiferentes e incautos. El bribón no solo se aprovecha sino que activa el secreto resorte del deseo de cada individuo de identificarse con el tirano, la fascinación que ejerce el poder absoluto y el espejismo que ofrece a cada quien de compartir algo de ese poder, convirtiéndolo en amo de quien esté más abajo en la pirámide que sostiene a la tiranía, al punto que en la perversa cadena de la dominación hasta el último de los esclavos se considera un Dios.
El indiferente y el incauto piensan erróneamente que como ellos no viven de la política, y en consecuencia no emiten opiniones y mucho menos actúan al respecto, la política no se va a meter con ellos. La historia, sin embargo, es pródiga en ejemplos que muestran lo contrario: la violencia que acompaña generalmente al derrumbe de los regímenes tiránicos nos afecta a todos, de una u otra manera.
Como sucede en la magistral novela de Antonio Tabucchi, Sostiene Pereira , cuya trama se desarrolla en el Portugal bajo la dictadura de Salazar, aquellos que se declaran apolíticos e independientes en el fondo no lo son, porque secretamente medran del poder, y los ingenuos que pretenden hacer profesión de fe de semejante declaración al final terminan siendo víctimas de la violencia que, en última instancia, sostiene a todos los tiranos.
La Conferencia Episcopal en su Mensaje para la Cuaresma 2015, muestra la cara y el envés del autoritarismo, al señalar no solamente las graves adulteraciones del ejercicio del poder en provecho personal de quienes lo detentan, sino a la sociedad que se deja dominar y que permite el abuso y la injusticia. Se refiere a “la indiferencia en que gran parte de nuestra sociedad ha caído frente a los graves problemas sociales y políticos del país”, así como a “la poca sensibilidad de quienes gobiernan y de la sociedad en general ante la protesta y el dolor de tantas personas, entre ellos, ancianos, obreros, mujeres, jóvenes y campesinos, quienes claman justicia ante la violación de sus derechos”. Los obispos denuncian lo que el papa Francisco ha llamado “globalización de la indiferencia”, producto de la adoración de la riqueza: es el precio que cobra el tirano a cambio de la zanahoria de la libertad para hacer negocios y forrarse los bolsillos de plata.
Romper con esa indiferencia no solo es una obligación moral, un principio rector de ineludible cumplimiento para cualquier cristiano, y católico en particular. Como principio ético de carácter universal es, también, una razón prudencial, de provecho propio, que si fuésemos capaces de poner en práctica al unísono, acabaría con cualquier gobierno corrupto y despótico sin necesidad de derramar una gota de sangre.
El autor es jurista y catedrático universitario.
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