Es inconcebible que después de dos siglos y medio desde que inició el período de aproximadamente setenta años de la Revolución Industrial, Nicaragua se encuentre en la degradante condición de ser el segundo país más pobre del hemisferio occidental.
Los niveles de pobreza en Nicaragua son extremos, principalmente en las áreas rurales y entre las comunidades indígenas. A pesar de ello el gobierno hace constantes referencias a la existencia de un crecimiento económico “saludable” y de una condición macroeconómica estable. Esta combinación de factores es una fuente mayor de nuestra persistentemente polarizada economía y lo que frustra los retos de crear oportunidades de empleo, de reducir la disparidad y erradicar la pobreza absoluta.
El problema aquí radica en la carencia de prioridades y políticas de desarrollo: La ausencia de un proceso de transformaciones cumulativas generadas por fuerzas reales que tiendan a aumentar las oportunidades económicas, a incrementar los ingresos per cápita y a producir una mejor distribución de las ganancias generadas por el desarrollo.
El gobierno del inconstitucional presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, constituye el obstáculo mismo a esos impulsos de desarrollo. Ortega ha convertido el necesario proceso de acumulación de capital en una vulgar concentración de patrimonio ilegítimo. Sistemáticamente ha manipulado los fondos provenientes de la ayuda externa. Evidentemente, las fuerzas de desarrollo no son compatibles con un gobierno dictatorial y falto de toda virtud.
En Nicaragua no puede hablarse con seriedad sobre intención real alguna de posicionarse en el camino del progreso. Las fuentes de crecimiento en la producción son un misterio; desde la básica contribución de insumos físicos de los factores de producción, hasta los enigmáticos factores capciosamente atribuidos a una desproporcionada contribución estatal.
Deplorablemente, las condiciones económicas dentro de un Estado terrorista como el nuestro son responsables por la eliminación de los factores residuales que en las economías avanzadas contribuyen al desarrollo. De ahí el desconcertante rendimiento decreciente del trabajador en general, el abandono de la creatividad, el agotamiento de la eficiencia, el estrangulamiento de la motivación individual.
Así se va alejando el concepto de la tecnificación, de la administración competente, de la optimización organizativa, la eficiencia motivacional, la libre competencia.
En esta sociedad se pierde el gran valor que existe en la acumulación de las experiencias por medio del constante ejercicio del trabajo, el proceso de producción, la función productiva de las economías de escala. Se abandona, sin ni siquiera percibirlo, la optimización de la utilización de insumos —tanto físicos como motivacionales—. Se desestima el más amplio entendimiento del proceso de aprendizaje económico. Todo de acuerdo al limitado interés del dictador.
Es por el capricho de una pequeña organización delictiva que domina y controla nuestra vida nacional que Nicaragua desaprovecha las transferencias disponibles para convertirnos en un país en vías de desarrollo y salir del actual estancamiento.
Cada día abundan más las transferencias tecnológicas, de capital, de conocimientos, valores, organización institucional y de negociación de estrategias. Pero nosotros seguimos secuestrados por un pequeño grupo de bandoleros.
De poco sirve continuar en la búsqueda de las políticas de desarrollo más apropiadas, de nada vale analizar la optimización de instrumentos y métodos de implementación de esas políticas, etc., cuando el gobierno establece distorsiones de precios, manipula los mercados como instrumentos de sus políticas y centraliza cada vez más el proceso de toma de decisiones.
Todos estos retos prueban ser estériles ante la perversidad de nuestros hacedores de políticas.
Consecuentemente un reto permanece incólume: El cambio de gobierno.
El autor es economista y escritor
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