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Implicaciones del bombazo de Pantasma

Según los entendidos en asuntos militares y de seguridad pública, lo ocurrido el martes de esta semana en la comunidad de El Portal, municipio de Santa María de Pantasma, departamento de Jinotega, fue una típica acción de fuerzas de operaciones especiales de contrainsurgencia.

La contrainsurgencia, según la definición sencilla pero certera de Wikipedia, “es una característica de las políticas represivas estatales que, utilizando diversas medidas legales e ilegales, tiene como objetivo detectar y destruir a los miembros y bases de apoyo de los grupos insurgentes”. Con este fin, las medidas de contrainsurgencia que se establecen van desde tácticas estrictamente militares hasta espionaje, e incluso acción social del ejército, para obtener información sobre las fuerzas que tienen las guerrillas y sus probables colaboradores y simpatizantes.

En Pantasma, según la información periodística basada en declaraciones de los vecinos del lugar —sin que el Ejército y la Policía lo quisieran confirmar—, dos hombres de los que se han alzado en armas contra el régimen de Daniel Ortega, murieron al explotar una bomba colocada en el interior de una mochila que les fue enviada por supuestos colaboradores de la insurgencia. Otra persona más, la que condujo a los individuos que llevaron la mochila con la bomba a donde se encontraban los rebeldes armados, fue ejecutada seguramente para que no pudiera servir de testigo en una eventual investigación —real o fingida— de las autoridades de Gobierno, o para que los rebeldes no descubrieran la infiltración de las fuerzas de operaciones especiales de contrainsurgencia.

Más allá de los aspectos novelescos que pueda tener esa sórdida operación de terrorismo de Estado que causó la muerte violenta de los guerrilleros antiorteguistas en Pantasma, este hecho ha venido a demostrar una vez más que es cierto que en las zonas rurales del norte del país operan grupos de alzados en armas con motivaciones y objetivos políticos. Sin embargo el Ejército y la Policía lo niegan enfáticamente y más bien denigran y descalifican a los campesinos insurrectos, señalándolos como delincuentes comunes; lo cual, cabe recordarlo otra vez, es lo mismo que decía la Guardia Nacional somocista respecto a los guerrilleros del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), que entre los años sesenta y setenta del siglo pasado operaban en esos mismos lugares del norte rural y montañoso de Nicaragua.

Por múltiples razones, la lucha armada no es la vía adecuada para recuperar la democracia. Sin embargo hay que deplorar que se siga derramando sangre de hermanos nicaragüenses por razones políticas. Todas las muertes de personas que ocurren en los enfrentamientos fratricidas, sean miembros de las fuerzas militares y policiales o insurgentes, son lamentables y no deberían ocurrir ni seguir ocurriendo. Los Acuerdos de Esquipulas II de 1987 que firmaron los presidentes centroamericanos incluyendo a Daniel Ortega, y los acuerdos de paz de 1989 y 1990 que los gobiernos del FSLN y de doña Violeta suscribieron con la Contra, fueron precisamente para que se estableciera en Nicaragua la paz firme y duradera fundada en una democracia republicana, con su requisito indispensable de elecciones libres, justas y limpias.

Si esos acuerdos se estuvieran cumpliendo y respetando no habría que lamentar hechos políticos violentos y luctuosos, como los de Santa María de Pantasma.

Editorial editorial archivo
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