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Viernes, 4 de diciembre de 2015

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Cine y televisión

Ángela Molina, el oasis femenino

Por Joan Ripollès Iranzo

Entre los tiempos bravos del esforzado trabajo exterior llevado a cabo por figuras mayúsculas del cine de posguerra, como Fernando Rey y Francisco Rabal, y el actual reconocimiento internacional de estrellas como Javier Bardem y Antonio Banderas, encontramos un luminoso oasis femenino que ofrece sus generosos frutos a uno y otro lado del Atlántico, sirviendo de ejemplo y sostén a las recientes generaciones de cómicos españoles.

Hija del afamado cantante de copla malagueño Antonio Molina, Ángela Molina Tejedor viene a nacer en Madrid el cinco de octubre de 1955, donde recibe una educación artística y liberal que contempla el conocimiento de otros idiomas y naciones. Con pocos años, puede vérsela fugazmente en alguna de las cintas tardías de su padre, pero sus primeros pasos la encaminan hacia el baile.

Diplomada en danza clásica, se inscribe en la Escuela Superior de Arte Dramático de Madrid, y enfila una juventud ávida de viajes y nuevas experiencias, que la llevarán a enrolarse en un circo que recorre la geografía francesa. En septiembre de 1974, mientras prepara su debut teatral a las órdenes de Miguel Narros, la revista Fotogramas publica un llamativo reportaje que la presenta como «una bella promesa» del cine español, reclamando la inmediata atención de productores y realizadores cinematográficos, hasta el punto de que no estrenará su primer espectáculo teatral hasta veintiocho años después, cuando presente, en Mérida, la tragedia Troya, siglo xxi, con dramaturgia de Jorge Márquez y Gerardo Vera.

Protagoniza el panfleto antiabortista No matarás (César Fernández Ardavín, 1974), al que siguen casi una decena de títulos, en su mayoría comedias picantes que contrastan con dos frescos históricos rodados en Barcelona: La ciutat cremada (Antoni Ribas, 1976) y Las largas vacaciones del 36 (Jaime Camino, 1976), en la que encarna a una entrañable y enamoradiza criada andaluza.

Con ese bagaje inaugura el año 1977, que marca su carrera de modo determinante. Para empezar, inicia una fructífera colaboración con Manuel Gutiérrez Aragón interpretando a la novia del joven terrorista de la ultraderecha que dispara la trama de Camada negra, película comprometida y amenazada, en la línea de la futura Operación Ogro (Gillo Pontecorvo, 1979), en la que Molina habrá de encarnar a la esposa de uno de los etarras que ejecutaron al almirante Carrero Blanco.

El cineasta cántabro se convierte, así, en el primer gran valedor de la actriz, escribiéndole papeles contundentes para otras tres producciones que culminan con su brillante caracterización de Rosa, la tenaz provinciana que se abre camino en el lóbrego Madrid de La mitad del cielo (1986), papel que le procura el premio a la mejor interpretación en el Festival de San Sebastián, superando un delicioso duelo interpretativo con Fernando Fernán Gómez, que habrá de continuar, tres años después, en la iluminada Esquilache, de Josefina Molina.

También en el 77, se pone por primera vez en manos de Jaime Chávarri, abordando un pequeño papel en A un dios desconocido, una de las primeras producciones españolas que afrontan, con honestidad, la homosexualidad y sus estigmas. Chávarri será uno de los realizadores que mayor variedad aportará a los registros de Ángela Molina. La enclava en el decadente universo aristocrático de Bearn o La sala de las muñecas (1983), la envuelve en el fosco encantamiento de El río de oro (1986) y le permite recuperar su amado y sentido legado familiar, convirtiéndola en la batalladora cantante de copla que encabeza, junto a Manuel Bandera, las dos entregas de Las cosas del querer (1989 y 1995).

Pero 1977 es, ante todo, el año que da a conocer a la actriz a nivel mundial, al compartir con Carole Bouquet la protagonista femenina de Ese oscuro objeto del deseo, testamento cinematográfico de Luis Buñuel que perfila su celebridad como mito erótico y primera actriz internacional a la que recurrirán, principalmente, las cinematografías europeas, pero también las americanas, que la adoptan como garantía de calidad en coproducciones latinas y apuestas estadounidenses como Calles de oro (Joe Roth, 1986) y 1492, la conquista del paraíso (Ridley Scott, 1992), en la que da vida a la animosa compañera del Colón interpretado por Gérard Depardieu.

En ese laborioso periplo internacional, contará con la reputada presencia de Fernando Rey —El gran atasco (Luigi Comencini, 1979) o La batalla de los tres reyes (Ben-Barka y Nazarov, 1990)— y Francisco Rabal, que la acompaña en los elencos de Camorra: contacto en Nápoles (Lina Wertmüller, 1985), Barroco (Paul Leduc, 1989), El hombre que perdió su sombra (Alain Tanner, 1991) y Edipo alcalde (Jorge Alí Triana, 1996).

Molina deviene un icono poderoso, sensual y versátil que codician los cineastas más personales de nuestro país. Borau le otorga un inquietante aire de criatura mitológica en La Sabina (1979), Bigas Luna se sirve de su probado oficio para reformular el mito de la mujer fatal en Lola (1986) y Gonzalo Herralde la incorpora al fracturado universo de la Cataluña rural en Laura a la ciutat dels sants (1986). Pedro Almodóvar le ofrece dos potentes papeles de reparto en Carne trémula (1997) y Los abrazos rotos (2009) y Agustí Villaronga la sumerge en la angustiosa atmósfera poética de El mar (2000).

En ese tiempo, sus incursiones acostumbran a ser más breves, pero siempre vigorosas, acompañando, además, a los artistas llamados a renovar y ampliar los horizontes de la cinematografía hispana en el albor del nuevo siglo. Si había protagonizado, junto a Banderas, Una mujer bajo la lluvia (Gerardo Vera, 1992), comparte ahora reparto con Bardem y Penélope Cruz en sus rodajes con Almodóvar.

Quizá porque sus primeras alegrías se las habían proporcionado jóvenes directores hoy consagrados, siempre ha manifestado el máximo apoyo y respeto por los nuevos realizadores. La encontramos en Sagitario (2001) —estreno tras la cámara del novelista Vicente Molina Foix—, en Piedras —primer largometraje de Ramón Salazar— o Blancanieves (Pablo Berger, 2012), una de las sorpresas más agradables del reciente cine de cuño ibérico.

Con cerca de cien largometrajes a sus espaldas —casi la mitad realizados por cineastas foráneos—, sigue aportando autenticidad al cine y a la televisión de nuestro tiempo. Tras compartir proyectos con sus hermanos Mónica, Paula y Miguel, la encontramos también en Jara (Manuel Estudillo, 2000), debut cinematográfico de su hija Olivia que, como ella, combina la actuación con medidas incursiones en el mundo de la música. En ella queda asegurada la continuidad del talento, la gracia y la belleza de una saga artística amplia y persistente, que continúa madurando su cosecha en este castigado páramo al que se está viendo reducida nuestra amada cultura madre.

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